AMAR UNA SOLA
VEZ
Johanna Lindsey
CAPITULO 1
Los dedos que sostenían la botella de brandy
eran largos y delicados. Selena Eddington estaba orgullosa de sus manos. Las
lucía en cuanto se presentaba la ocasión, como en este momento. Alcanzó la botella
a Nicholas, en lugar de servirle enseguida el brandy. Esto además le permitía
ponerse de pie ante él que estaba recostado en el sofá tapizado de azul; el
fuego de la chimenea que estaba a sus espaldas marcaba provocativamente su
figura a través de la tenue muselina de su vestido de baile. Incluso un
calavera empedernido como Nicholas Edén debía ser capaz de apreciar su bello
cuerpo.
Un gran rubí refulgía en su mano izquierda,
que temblaba ligeramente, cuando sujetó su vaso, y sirvió el brandy. Su anillo
de bodas todavía lo exhibía con orgullo, aunque hacía más de dos años que era
viuda. Más rubíes rodeaban su cuello, pero ni siquiera las espectaculares gemas
lograban desviar la atención de su escote, excesivamente pronunciado, que
dejaba lugar sólo a unos escasos centímetros de tela antes de la alta y
ajustada cintura a la moda del primer imperio, desde donde caía el resto del
vestido en líneas rectas hasta sus bien torneados tobillos. El vestido era de
un color oscuro, profundo, y armonizaba maravillosamente con los rubíes y a
Selena.
– ¿Me escuchas, Nicky?
Nicholas tenía aquella irritante expresión
pensativa que cada vez era más frecuente. No escuchaba Ninguna de las palabras
que ella decía: estaba profundamente sumergido en pensamientos en los que
seguramente Selena no estaba incluida. Ni siquiera la había mirado cuando
servía el brandy.
–De verdad, Nicky, no es muy halagadora la
manera en que te vas y me dejas cuando estamos solos en la habitación. –Se
mantenía firme sin ceder terreno ante él, hasta que Nicholas levantó la vista y
la miró.
¿Qué pasa, querida? –A ella le brillaron de
ira sus ojos color avellana. Si hubiera sido capaz de demostrar su mal humor,
incluso hubiera pataleado. ¡Él era tan provocativo, tan indiferente, tan...
imposible! Pero también era un partido muy bueno.
Procurando guardar la compostura, ella
contestó, con voz suave:
–El baile, Nicky. He estado hablando del
baile, pero tú no has prestado atención. Si quieres, cambiaré de tema, pero
sólo si prometes que vendrás a buscarme temprano mañana por la noche.
–¿Qué baile?
Selena contuvo el aliento. El no estaba
fingiendo: verdaderamente no sabía de qué estaba hablando ella.
–No me provoques, Nicky. El baile de los
Shepford. Ya sabes cuánto deseo ir.
–Ah, sí –dijo él secamente–. El baile que
superará a todos, aunque es apenas el comienzo de la temporada.
Ella fingió no percibir el tono.
–Además, sabes muy bien cuánto he esperado
una invitación de la duquesa de Shepford a una de sus reuniones. El baile será,
al parecer, el más importante que ha dado en años. Sencillamente todos los que
son alguien estarán presentes.
–¿Y qué?
Selena contó lentamente hasta cinco.
–Que moriré si me pierdo un solo minuto.
Los labios de él se curvaron con la consabida
sonrisa burlona.
–Te sientes morir con demasiada frecuencia,
querida. No deberías tomar tan en serio el mundanal ruido.
–Debería ser como tú...
Hubiera retirado la frase, en caso de poder
hacerlo. Su furia estaba a punto de estallar y eso sería desastroso. Sabía que
él deploraba todo exceso de emoción en cualquiera, aunque él mismo se
permitiera dar rienda suelta a su mal humor, lo que podía llegar a ser muy
desagradable.
Nicholas simplemente se encogió de hombros.
–Puedes decir que soy un excéntrico, querida,
una de esas personas a las que les importa un comino los demás.
Esta era una gran verdad. Ignoraba, incluso
insultaba, a quien le daba la gana. Se hacía amigo de quien le caía en gracia,
incluso de reconocidos canallas despreciados por la sociedad. Y nunca, nunca se
sometía a nadie. Era tan arrogante como la gente decía. Aunque también podía
ser extraordinariamente encantador... cuando quería serlo.
Selena contenía milagrosamente su ira a punto
de estallar.
–Recuerda, Nicky, que has prometido acompañarme
al baile de los Shepford. ¿De veras? –dijo él con aire cansado.
–Sí, lo hiciste –dijo con tranquilidad–. Y prométeme
que no te retrasarás, ¿quieres? Él se encogió otra vez de hombros.
–¿Cómo voy a prometer algo así, querida? No
puedo prever el futuro. Nadie puede saber si mañana no surgirá algo para
retrasarme.
Ella casi lanzó un grito. Nada iba a
retenerlo como no fuera su pérfida indiferencia, y ambos lo sabían. No lo podía
soportar.
Selena tomó una rápida decisión y dijo como
al descuido:
–Está bien, Nicky. Como es tan importante para
mí y no puedo contar contigo, buscaré otra escolta, aunque espero que vayas al
baile. –Los dos podían jugar al mismo juego.
–¿En tan poco tiempo? –preguntó él.
–¿Dudas que lo logre? –contestó provocándole.
Él sonrió y la recorrió con la mirada con ternura.
–No, desde luego creo que te costará muy poco
reemplazarme.
Selena le dio la espalda antes de que él
pudiera notar cómo le había afectado esa frase. ¿Había sido un aviso? ¡Oh, él
estaba tan seguro de sí mismo! Se merecía que ella rompiera la relación. Ninguna
de sus amantes lo había hecho jamás. Siempre era él quien terminaba. Siempre
era él quien dirigía. ¿Cómo reaccionaría si ella lo dejaba? ¿Iba a enfurecerse?
¿La forzaría? Debía meditarlo seriamente.
Nicholas Edén se sentó cómodamente en el sofá
y vio que Selena tomaba su copa de jerez y después se tendía en la tupida
alfombra de piel frente al fuego, dándole la espalda. Los labios de él se
curvaron sardónicos. La pose de ella era muy tentadora, y ella lo sabía. Selena
siempre sabía lo que estaba haciendo.
Estaban en la ciudad, en la casa de Marie,
tras disfrutar una excelente comida con Marie y su amante de turno, de haber
jugado al whist durante una o dos horas y de haberse retirado al fin a este
cómodo saloncito. Marie y su ardiente enamorado se habían ido a una habitación
de arriba, dejando solos a Nicholas y a Selena. ¿Cuántas otras noches como ésta
habían pasado? La única novedad era que la condesa tenía un nuevo amante cada
vez. Vivía arriesgadamente cuando su marido, el conde, esta fuera de la ciudad.
Y esta noche también había otra diferencia.
La habitación era igualmente romántica, el fuego ardía, había una discreta
lámpara en un rincón, el brandy era bueno, los criados se habían
retirado discretamente. Selena estaba tan seductora como siempre. Pero esta
noche Nicholas estaba aburrido. Tan sencillo como esto. No tenía ganas de dejar
el sofá y unirse a Selena sobre la alfombra.
Desde hacía un tiempo se había dado cuenta de
que estaba perdiendo interés por ella. El hecho de que esta noche no deseara
especialmente ir a la cama con ella confirmaba su sensación de que era el
momento de terminar. Esta aventura había durado más que las anteriores, casi
tres meses. Tal vez por esto deseaba dejar a Selena, a pesar de no tener con
quién reemplazarla.
Aunque tampoco quería, por el momento,
perseguir a nadie. Selena superaba en belleza a todas las damas que él conocía,
excepto a las pocas que estaban enamoradas de sus maridos y por lo tanto eran
inmunes a su encanto. Ah, pero su coto de caza no se limitaba a las casadas
aburridas de sus maridos, claro que no. No tenía escrúpulos para dedicarse
también a las dulces ingenuas, que se habían presentado en sociedad hacía una
o dos temporadas. Si las tiernas damiselas eran proclives a sucumbir, no
estaban a salvo de Nicholas. Y si ellas estaban ansiosas por acostarse con él,
él sólo las atendía, mientras la aventura pudiera escapar a los ojos de sus
padres. Es verdad que eran las aventuras más breves, pero también las que más
le entusiasmaban.
En su primera juventud, cuando era como un
demonio suelto, había seducido a tres vírgenes. Una, la hija de un duque, fue
rápidamente casada con un primo segundo, o con algún otro afortunado caballero.
Las otras dos se habían casado antes de que tomaran grandes dimensiones los escándalos.
Lo que no quiere decir que las lenguas afiladas no hubieran disfrutado con cada
aventura. Pero, sin el peligro de las familias enfurecidas, las aventuras se
habían reducido a chismes y comentarios. La verdad era que los padres en
cuestión habían tenido miedo de enfrentarse a él en el terreno del honor. En el
momento que nos ocupa ya había vencido a dos maridos furiosos.
No estaba orgulloso de haber desflorado a
tres inocentes, o de haber herido a dos hombres, cuya única falta era la de
tener esposas promiscuas. Pero tampoco se sentía culpable de ninguno de los
casos. Si las jovencitas habían sido lo bastante tontas como para entregársele
sin una promesa de matrimonio, eso era problema de ellas. Y, por otro lado, las
esposas de los nobles sabían exactamente lo que estaban haciendo.
Se decía de Nicholas que no le preocupaba
quién resultara herido cuando se trataba de sus placeres. Quizás fuera verdad,
quizás no. Nadie conocía lo suficiente a Nicholas como para estar seguro. Ni
siquiera él mismo estaba seguro de por qué hacía algunas de las cosas
que hacía.
En todo caso, pagaba por su reputación. Los
padres que poseían títulos superiores al suyo no lo tomaban en cuenta para sus
hijas. Sólo los más audaces y la gente en busca de un marido rico tenía el
nombre de Nicholas en sus listas sociales.
Pero él no buscaba esposa. Hacía tiempo que
se daba cuenta de que no tenía derecho como lo exigía su título, a proponer
matrimonio a una joven bien educada y de linaje. Era probable que no se casara
nunca. Nadie se explicaba por qué el vizconde de Montieth se resignaba a la
vida de soltero, de manera que aún había innumerables esperanzas de atraerlo,
de regenerarlo.
Lady Selena Eddington era una de estas
esperanzadas. Procuraba por todos los medios no demostrarlo, pero él sabía
perfectamente cuando una mujer estaba detrás de su título. Casada la primera
vez con un barón, ahora aspiraba más alto. Era notablemente bella, con un pelo
negro y corto que le rodeaba la cara ovalada en delicados rizos, de acuerdo con
la moda. Su piel dorada hacía resaltar sus expresivos ojos de color avellana.
De veinticuatro años, divertida, seductora, era una mujer preciosa. Desde luego
no era culpa suya que el deseo de Nicholas se hubiera enfriado.
Ninguna mujer había logrado mantener mucho
tiempo su interés. Él había esperado que esta aventura se fuera desvaneciendo.
Todos lo esperaban. A él lo único que le sorprendía era su disposición para
terminar antes de tener a la vista otra nueva conquista. La decisión iba a
forzarle a andar de cacería por algún tiempo en el escenario social, hasta que
alguna lo atrajera, y Nicholas detestaba tener que hacer eso.
Quizás el baile le daría la respuesta. Como
se iniciaba la temporada, habría allí docenas de jovencitas. Nicholas suspiró.
A los veintisiete años, tras siete de vida agitada, había perdido el gusto por
las jóvenes inocentes.
Decidió que esa noche no iba a romper con
Selena, porque ella ya estaba enfadada con él, e iba a soltar todo el
temperamento iracundo que él sabía escondía en su interior. Y había que
evitarlo. Él deploraba las escenas pasionales, porque su propia naturaleza era
ya bastante apasionada. Las mujeres nunca habían soportado su cólera. Siempre
terminaban en lágrimas, y esto era igualmente deplorable. No: se lo diría en el
baile. Y ella no se atrevería a hacer una escena en público.
Selena levantó ante el fuego la copa de
cristal llena de jerez, y se maravilló de que el líquido ambarino fuera
exactamente del color de los ojos de Nicholas, cuando estaba de buen humor. Sus
ojos habían tenido aquel tono miel y oro cuando empezó a perseguirla, pero
también eran de ese color cuando se enfadaba o cuando algo le agradaba. Cuando
no sentía nada especial, estaba tranquilo o indiferente, sus Ojos eran de un
marrón rojizo, casi del color del cobre recién lustrado. Eran siempre unos ojos
perturbadores, porque incluso cuando se veían más oscuros, siempre ardían con
intensa luz interior. Su piel era morena. El pelo, castaño con mechones
dorados, impedía que tuviera un aspecto siniestro. Lo llevaba a la moda, es
decir, aparentemente despeinado y naturalmente ondulado.
Era detestable que este hombre fuera tan
apuesto y que con sólo mirarle hiciera palpitar el corazón de una mujer. Ella
lo había comprobado muchas veces. Las muchachas se convertían en unas tontuelas
llenas de risitas en su presencia. Las mujeres de más edad le invitaban
descaradamente con los ojos. No era de extrañar que aquel hombre fuera tan
difícil de manejar. No cabía duda de que muchas hermosas hembras se le habían
arrojado encima desde que era adolescente, e incluso antes. Además le sentaban
bien los pantalones ajustados y los fraques recortados, como si la moda hubiera
sido creada para él. Su cuerpo era soberbio: esbelto y musculoso, alto y
flexible, el cuerpo de un ávido atleta.
¡Si al menos no fuera así! Entonces el
corazón de Selena no palpitaría tanto cada vez que la miraba con aquellos ojos
de color jerez. Estaba decidida a llevarlo al altar, porque no sólo él era el
hombre más apuesto que había visto, sino que también era el cuarto vizconde
Edén de Montieth, y rico además. Estaba en verdad hecho a la medida, y él era
arrogantemente consciente de ello.
¿Qué podría decidirle? Algo tenía que hacer,
porque era dolorosamente obvio que él estaba perdiendo interés por ella. ¿Qué
hacer para reavivar la llama? ¿Galopar desnuda por Hyde Park? ¿Unirse a uno de
esos Sábados Negros de los que se decía que eran excusa para orgías?
¿Comportarse de manera aún más escandalosa que la de él? Podía entrar en él
Whites o el Brooks, lo que realmente le impactaría, porque bajo ningún pretexto
se permitía que las mujeres entraran en esos establecimientos. O tal vez podía
empezar a ignorarle. Incluso... Dios santo, claro, ¡podía dejarlo por otro
hombre! El no se moriría. Pero su vanidad no soportaría el golpe. Esto
despertaría su ira y sus celos, y entonces le pediría en un impulso que se
casara con él.
Debía dar resultado. De todos modos tenía que
probarlo. Si no servía, no habría perdido nada, porque, tal como estaban las
cosas, ya lo estaba perdiendo.
Se dio la vuelta para verle y le encontró
acostado en el sofá, con los pies apoyados sobre el extremo de uno de los
brazos, con las botas puestas y las manos detrás de la cabeza. ¡Iba a dormirse
estando con ella! Caramba, no recordaba haber sido jamás tan desatendida. Ni
siquiera su marido, en los dos años que duró su matrimonio, se había puesto a
dormir en su compañía. Sí, las medidas desesperadas acuciaban.
–Nicholas. –Pronunció suavemente el nombre y
él le contestó enseguida. Por lo menos no estaba dormido.– Nicholas, esta noche
he pensado mucho en nuestra relación.
–¿De veras, Selena?
Ella se contrajo ante el desinterés que
resonaba en su voz.
–Sí –prosiguió ella valerosamente–. Y he
llegado a una conclusión. Debido a tu falta de... digamos calor... se me ocurre
que otro sabría apreciarme más.
–De eso no cabe duda.
Ella frunció el ceño. Él tomaba las cosas
demasiado bien.
–Bueno, últimamente he recibido varias
propuestas para... sustituirte en mi afecto, y he decidido... –Hizo una pausa
antes de decir una mentira, después cerró los ojos y se decidió:– he resuelto
aceptar una.
Esperó un momento antes de volver a abrir los
ojos. Nicholas no se había movido ni un centímetro en el sofá, y pasó un minuto
hasta que finalmente lo hizo. Se sentó lentamente, clavándole los ojos. Ella
contuvo el aliento. La expresión de él era inescrutable.
Recogió la copa vacía que estaba sobre la
mesa y la levantó hacia ella.
–¿De veras, querida?
–Claro, naturalmente. Se precipitó para
llenarle la copa, sin pensar siquiera que era un gesto muy autocrático esperar
que le sirviera de este modo.
–¿Y quién es el afortunado?
Selena se sobresaltó y derramó brandy sobre
la mesa. ¿Acaso había un fondo penetrante en su voz, o era que ella deseaba
oírlo?
–Él quiere que nuestro acuerdo sea muy
discreto, de manera que me perdonarás que no divulgue su nombre.
–¿Es casado?
Ella le trajo la copa, peligrosamente llena
hasta el borde, temblando debido a sus nervios.
–No. En verdad tengo motivos para suponer que
saldrán grandes cosas de esta relación. Como he dicho, él sólo quiere ser
discreto... por ahora.
Selena comprendió rápidamente que no debía
haber tomado este camino. Ella y Nicholas también habían sido discretos, nunca
habían hecho el amor en casa de ella a causa de los criados, él no la visitaba
allí, y nunca habían utilizado la casa de él en Park Lane. Pero todos sabían
que ella era su querida. Bastó ser vista tres veces en una reunión con Nicholas
Edén para que todos los supieran.
No me pidas que le traicione, Nicky –dijo con
una sonrisa a medias–. Pronto sabrás quién es.
–Entonces, ¿por qué no me dices ahora su nombre?
¿Acaso sospechaba que ella estaba mintiendo?
Lo sabía. Su rostro lo demostraba. Porque, ¿quién diablos, podía reemplazar a
Nicholas? Los hombres que ella conocía se habían alejado en cuanto él se
convirtió en su escolta.
–No insistas, Nicholas. –Selena decidió
atacar–. No puede importarte quién es ese hombre porque, aunque me duela
reconocerlo, he notado últimamente poco entusiasmo por tu parte. Sólo me queda
pensar que ya no me quieres.
Era el momento en que él podía negarlo todo.
Pero el momento se perdió.
–¿Qué significa todo esto? –su voz era
aguda.– ¡Ese maldito baile! ¿Es eso?
–Claro que no –replicó ella indignada.
–¿Ah, no? ¿Crees que vas a obligarme a que te
acompañe al baile mañana por la noche contándome esa mentira? No te creo,
querida.
Su colosal egoísmo iba a ser la muerte de
ella, no cabía duda. ¡Qué vanidad! Simplemente no podía creer que ella
prefiriera a otro.
El moreno entrecejo de Nicholas se contrajo
sorprendido. Y Selena comprendió horrorizada que había expresado sus
pensamientos en voz alta. Quedó estremecida, pero su resolución se afirmó.
–Pues, es verdad –dijo con audacia,
apartándose de su lado y volviendo junto a la chimenea.
Selena se paseaba de arriba abajo ante el
fuego, cuyo calor casi igualaba al calor de su ira. El no merecía ser amado.
–Perdón, Nicky –dijo después de unos momentos,
sin atreverse a mirarle–. No quiero que nuestra aventura termine con una nota
falsa. En verdad has sido maravilloso... casi siempre. Oh, querido –suspiró–,
eres experto en estas cosas. ¿Es así como se hacen?
Nicholas casi rió.
–No lo has hecho mal para ser una aficionada,
querida.
–Bueno –dijo ella con tono más alegre y
atreviéndose a mirarle. Caramba, seguía sin creerse el cuento–. Puedes dudar de
mí, pero el tiempo dirá la verdad, ¿no? No te sorprendas al verme con mi nuevo
acompañante.
Regresó junto al fuego y, cuando volvió a
mirarle, él ya se había ido.
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