sábado, 15 de diciembre de 2012


AMAR UNA SOLA VEZ

Johanna Lindsey

 

CAPITULO 1


Los dedos que sostenían la botella de brandy eran largos y delicados. Selena Eddington estaba orgullosa de sus manos. Las lucía en cuanto se presentaba la ocasión, como en este momento. Alcanzó la botella a Nicholas, en lugar de servirle enseguida el brandy. Esto además le permitía ponerse de pie ante él que estaba recostado en el sofá tapizado de azul; el fuego de la chimenea que estaba a sus espaldas marcaba provocativamente su figura a través de la tenue muselina de su vestido de baile. Incluso un calavera empedernido como Nicholas Edén debía ser capaz de apreciar su bello cuerpo.
Un gran rubí refulgía en su mano izquierda, que temblaba ligeramente, cuando sujetó su vaso, y sirvió el brandy. Su anillo de bodas todavía lo exhibía con orgullo, aunque hacía más de dos años que era viuda. Más rubíes rodeaban su cuello, pero ni siquiera las espectaculares gemas lograban desviar la atención de su escote, excesivamente pronunciado, que dejaba lugar sólo a unos escasos centímetros de tela antes de la alta y ajustada cintura a la moda del primer imperio, desde donde caía el resto del vestido en líneas rectas hasta sus bien torneados tobillos. El vestido era de un color oscuro, profundo, y armoni­zaba maravillosamente con los rubíes y a Selena.
– ¿Me escuchas, Nicky?
Nicholas tenía aquella irritante expresión pensativa que cada vez era más frecuente. No escuchaba Ninguna de las palabras que ella decía: estaba profun­damente sumergido en pensamientos en los que seguramente Selena no estaba incluida. Ni siquiera la había mirado cuando servía el brandy.
–De verdad, Nicky, no es muy halagadora la manera en que te vas y me dejas cuando estamos solos en la habitación. –Se mantenía firme sin ceder terreno ante él, hasta que Nicholas levantó la vista y la miró.
¿Qué pasa, querida? –A ella le brillaron de ira sus ojos color avellana. Si hubiera sido capaz de demos­trar su mal humor, incluso hubiera pataleado. ¡Él era tan provocativo, tan indiferente, tan... imposible! Pero también era un partido muy bueno.
Procurando guardar la compostura, ella contestó, con voz suave:
–El baile, Nicky. He estado hablando del baile, pero tú no has prestado atención. Si quieres, cambiaré de tema, pero sólo si prometes que vendrás a buscarme temprano mañana por la noche.
–¿Qué baile?
Selena contuvo el aliento. El no estaba fingiendo: verdaderamente no sabía de qué estaba hablando ella.
–No me provoques, Nicky. El baile de los Shepford. Ya sabes cuánto deseo ir.
–Ah, sí –dijo él secamente–. El baile que superará a todos, aunque es apenas el comienzo de la temporada.
Ella fingió no percibir el tono.
–Además, sabes muy bien cuánto he esperado una invitación de la duquesa de Shepford a una de sus reuniones. El baile será, al parecer, el más importante que ha dado en años. Sencillamente todos los que son alguien estarán presentes.
–¿Y qué?
Selena contó lentamente hasta cinco.
–Que moriré si me pierdo un solo minuto.
Los labios de él se curvaron con la consabida sonrisa burlona.
–Te sientes morir con demasiada frecuencia, que­rida. No deberías tomar tan en serio el mundanal ruido.
–Debería ser como tú...
Hubiera retirado la frase, en caso de poder hacerlo. Su furia estaba a punto de estallar y eso sería desastroso. Sabía que él deploraba todo exceso de emoción en cualquiera, aunque él mismo se permitiera dar rienda suelta a su mal humor, lo que podía llegar a ser muy desagradable.
Nicholas simplemente se encogió de hombros.
–Puedes decir que soy un excéntrico, querida, una de esas personas a las que les importa un comino los demás.
Esta era una gran verdad. Ignoraba, incluso insul­taba, a quien le daba la gana. Se hacía amigo de quien le caía en gracia, incluso de reconocidos canallas despreciados por la sociedad. Y nunca, nunca se sometía a nadie. Era tan arrogante como la gente decía. Aunque también podía ser extraordina­riamente encantador... cuando quería serlo.
Selena contenía milagrosamente su ira a punto de estallar.
–Recuerda, Nicky, que has prometido acom­pañarme al baile de los Shepford. ¿De veras? –dijo él con aire cansado.
–Sí, lo hiciste –dijo con tranquilidad–. Y pro­méteme que no te retrasarás, ¿quieres? Él se encogió otra vez de hombros.
–¿Cómo voy a prometer algo así, querida? No puedo prever el futuro. Nadie puede saber si mañana no surgirá algo para retrasarme.
Ella casi lanzó un grito. Nada iba a retenerlo como no fuera su pérfida indiferencia, y ambos lo sabían. No lo podía soportar.
Selena tomó una rápida decisión y dijo como al descuido:
–Está bien, Nicky. Como es tan importante para mí y no puedo contar contigo, buscaré otra escolta, aunque espero que vayas al baile. –Los dos podían jugar al mismo juego.
–¿En tan poco tiempo? –preguntó él.
–¿Dudas que lo logre? –contestó provocándole. Él sonrió y la recorrió con la mirada con ternura.
–No, desde luego creo que te costará muy poco reemplazarme.
Selena le dio la espalda antes de que él pudiera notar cómo le había afectado esa frase. ¿Había sido un aviso? ¡Oh, él estaba tan seguro de sí mismo! Se merecía que ella rompiera la relación. Ninguna de sus amantes lo había hecho jamás. Siempre era él quien terminaba. Siempre era él quien dirigía. ¿Cómo reaccionaría si ella lo dejaba? ¿Iba a enfurecerse? ¿La forzaría? Debía meditarlo seriamente.
Nicholas Edén se sentó cómodamente en el sofá y vio que Selena tomaba su copa de jerez y después se tendía en la tupida alfombra de piel frente al fuego, dándole la espalda. Los labios de él se curvaron sardónicos. La pose de ella era muy tentadora, y ella lo sabía. Selena siempre sabía lo que estaba haciendo.
Estaban en la ciudad, en la casa de Marie, tras disfrutar una excelente comida con Marie y su amante de turno, de haber jugado al whist durante una o dos horas y de haberse retirado al fin a este cómodo saloncito. Marie y su ardiente enamorado se habían ido a una habitación de arriba, dejando solos a Nicholas y a Selena. ¿Cuántas otras noches como ésta habían pasado? La única novedad era que la condesa tenía un nuevo amante cada vez. Vivía arriesgadamente cuando su marido, el conde, esta fuera de la ciudad.
Y esta noche también había otra diferencia. La habitación era igualmente romántica, el fuego ardía, había una discreta lámpara en un rincón, el brandy era bueno, los criados se habían retirado discretamente. Selena estaba tan seductora como siempre. Pero esta noche Nicholas estaba aburrido. Tan sencillo como esto. No tenía ganas de dejar el sofá y unirse a Selena sobre la alfombra.
Desde hacía un tiempo se había dado cuenta de que estaba perdiendo interés por ella. El hecho de que esta noche no deseara especialmente ir a la cama con ella confirmaba su sensación de que era el momento de terminar. Esta aventura había durado más que las anteriores, casi tres meses. Tal vez por esto deseaba dejar a Selena, a pesar de no tener con quién reemplazarla.
Aunque tampoco quería, por el momento, perseguir a nadie. Selena superaba en belleza a todas las damas que él conocía, excepto a las pocas que estaban enamoradas de sus maridos y por lo tanto eran inmunes a su encanto. Ah, pero su coto de caza no se limitaba a las casadas aburridas de sus maridos, claro que no. No tenía escrúpulos para dedicarse también a las dulces ingenuas, que se habían presen­tado en sociedad hacía una o dos temporadas. Si las tiernas damiselas eran proclives a sucumbir, no estaban a salvo de Nicholas. Y si ellas estaban ansiosas por acostarse con él, él sólo las atendía, mientras la aventura pudiera escapar a los ojos de sus padres. Es verdad que eran las aventuras más breves, pero también las que más le entusiasmaban.
En su primera juventud, cuando era como un demonio suelto, había seducido a tres vírgenes. Una, la hija de un duque, fue rápidamente casada con un primo segundo, o con algún otro afortunado caba­llero. Las otras dos se habían casado antes de que tomaran grandes dimensiones los escándalos. Lo que no quiere decir que las lenguas afiladas no hubieran disfrutado con cada aventura. Pero, sin el peligro de las familias enfurecidas, las aventuras se habían reducido a chismes y comentarios. La verdad era que los padres en cuestión habían tenido miedo de enfrentarse a él en el terreno del honor. En el momento que nos ocupa ya había vencido a dos maridos furiosos.
No estaba orgulloso de haber desflorado a tres inocentes, o de haber herido a dos hombres, cuya única falta era la de tener esposas promiscuas. Pero tampoco se sentía culpable de ninguno de los casos. Si las jovencitas habían sido lo bastante tontas como para entregársele sin una promesa de matrimonio, eso era problema de ellas. Y, por otro lado, las esposas de los nobles sabían exactamente lo que estaban haciendo.
Se decía de Nicholas que no le preocupaba quién resultara herido cuando se trataba de sus placeres. Quizás fuera verdad, quizás no. Nadie conocía lo suficiente a Nicholas como para estar seguro. Ni siquiera él mismo estaba seguro de por qué hacía algunas de las cosas que hacía.
En todo caso, pagaba por su reputación. Los padres que poseían títulos superiores al suyo no lo tomaban en cuenta para sus hijas. Sólo los más audaces y la gente en busca de un marido rico tenía el nombre de Nicholas en sus listas sociales.
Pero él no buscaba esposa. Hacía tiempo que se daba cuenta de que no tenía derecho como lo exigía su título, a proponer matrimonio a una joven bien educada y de linaje. Era probable que no se casara nunca. Nadie se explicaba por qué el vizconde de Montieth se resignaba a la vida de soltero, de manera que aún había innumerables esperanzas de atraerlo, de regenerarlo.
Lady Selena Eddington era una de estas esperan­zadas. Procuraba por todos los medios no demos­trarlo, pero él sabía perfectamente cuando una mujer estaba detrás de su título. Casada la primera vez con un barón, ahora aspiraba más alto. Era notablemente bella, con un pelo negro y corto que le rodeaba la cara ovalada en delicados rizos, de acuerdo con la moda. Su piel dorada hacía resaltar sus expresivos ojos de color avellana. De veinticuatro años, divertida, seductora, era una mujer preciosa. Desde luego no era culpa suya que el deseo de Nicholas se hubiera enfriado.
Ninguna mujer había logrado mantener mucho tiempo su interés. Él había esperado que esta aventura se fuera desvaneciendo. Todos lo esperaban. A él lo único que le sorprendía era su disposición para terminar antes de tener a la vista otra nueva con­quista. La decisión iba a forzarle a andar de cacería por algún tiempo en el escenario social, hasta que alguna lo atrajera, y Nicholas detestaba tener que hacer eso.
Quizás el baile le daría la respuesta. Como se iniciaba la temporada, habría allí docenas de jovenci­tas. Nicholas suspiró. A los veintisiete años, tras siete de vida agitada, había perdido el gusto por las jóvenes inocentes.
Decidió que esa noche no iba a romper con Selena, porque ella ya estaba enfadada con él, e iba a soltar todo el temperamento iracundo que él sabía escondía en su interior. Y había que evitarlo. Él deploraba las escenas pasionales, porque su propia naturaleza era ya bastante apasionada. Las mujeres nunca habían soportado su cólera. Siempre termina­ban en lágrimas, y esto era igualmente deplorable. No: se lo diría en el baile. Y ella no se atrevería a hacer una escena en público.
Selena levantó ante el fuego la copa de cristal llena de jerez, y se maravilló de que el líquido ambarino fuera exactamente del color de los ojos de Nicholas, cuando estaba de buen humor. Sus ojos habían tenido aquel tono miel y oro cuando empezó a perseguirla, pero también eran de ese color cuando se enfadaba o cuando algo le agradaba. Cuando no sentía nada especial, estaba tranquilo o indiferente, sus Ojos eran de un marrón rojizo, casi del color del cobre recién lustrado. Eran siempre unos ojos per­turbadores, porque incluso cuando se veían más oscuros, siempre ardían con intensa luz interior. Su piel era morena. El pelo, castaño con mechones dorados, impedía que tuviera un aspecto siniestro. Lo llevaba a la moda, es decir, aparentemente des­peinado y naturalmente ondulado.
Era detestable que este hombre fuera tan apuesto y que con sólo mirarle hiciera palpitar el corazón de una mujer. Ella lo había comprobado muchas veces. Las muchachas se convertían en unas tontuelas llenas de risitas en su presencia. Las mujeres de más edad le invitaban descaradamente con los ojos. No era de extrañar que aquel hombre fuera tan difícil de manejar. No cabía duda de que muchas hermosas hembras se le habían arrojado encima desde que era adolescente, e incluso antes. Además le sentaban bien los pantalones ajustados y los fraques recortados, como si la moda hubiera sido creada para él. Su cuerpo era soberbio: esbelto y musculoso, alto y flexible, el cuerpo de un ávido atleta.
¡Si al menos no fuera así! Entonces el corazón de Selena no palpitaría tanto cada vez que la miraba con aquellos ojos de color jerez. Estaba decidida a llevarlo al altar, porque no sólo él era el hombre más apuesto que había visto, sino que también era el cuarto vizconde Edén de Montieth, y rico además. Estaba en verdad hecho a la medida, y él era arrogantemente consciente de ello.
¿Qué podría decidirle? Algo tenía que hacer, porque era dolorosamente obvio que él estaba perdiendo interés por ella. ¿Qué hacer para reavivar la llama? ¿Galopar desnuda por Hyde Park? ¿Unirse a uno de esos Sábados Negros de los que se decía que eran excusa para orgías? ¿Comportarse de manera aún más escandalosa que la de él? Podía entrar en él Whites o el Brooks, lo que realmente le impactaría, porque bajo ningún pretexto se permitía que las mujeres entraran en esos establecimientos. O tal vez podía empezar a ignorarle. Incluso... Dios santo, claro, ¡podía dejarlo por otro hombre! El no se moriría. Pero su vanidad no soportaría el golpe. Esto despertaría su ira y sus celos, y entonces le pediría en un impulso que se casara con él.
Debía dar resultado. De todos modos tenía que probarlo. Si no servía, no habría perdido nada, porque, tal como estaban las cosas, ya lo estaba perdiendo.
Se dio la vuelta para verle y le encontró acostado en el sofá, con los pies apoyados sobre el extremo de uno de los brazos, con las botas puestas y las manos detrás de la cabeza. ¡Iba a dormirse estando con ella! Caramba, no recordaba haber sido jamás tan des­atendida. Ni siquiera su marido, en los dos años que duró su matrimonio, se había puesto a dormir en su compañía. Sí, las medidas desesperadas acuciaban.
–Nicholas. –Pronunció suavemente el nombre y él le contestó enseguida. Por lo menos no estaba dormido.– Nicholas, esta noche he pensado mucho en nuestra relación.
–¿De veras, Selena?
Ella se contrajo ante el desinterés que resonaba en su voz.
–Sí –prosiguió ella valerosamente–. Y he llegado a una conclusión. Debido a tu falta de... digamos calor... se me ocurre que otro sabría apreciarme más.
–De eso no cabe duda.
Ella frunció el ceño. Él tomaba las cosas demasiado bien.
–Bueno, últimamente he recibido varias propuestas para... sustituirte en mi afecto, y he decidido... –Hizo una pausa antes de decir una mentira, después cerró los ojos y se decidió:– he resuelto aceptar una.
Esperó un momento antes de volver a abrir los ojos. Nicholas no se había movido ni un centímetro en el sofá, y pasó un minuto hasta que finalmente lo hizo. Se sentó lentamente, clavándole los ojos. Ella contuvo el aliento. La expresión de él era inescrutable.
Recogió la copa vacía que estaba sobre la mesa y la levantó hacia ella.
–¿De veras, querida?
–Claro, naturalmente. Se precipitó para llenarle la copa, sin pensar siquiera que era un gesto muy autocrático esperar que le sirviera de este modo.
–¿Y quién es el afortunado?
Selena se sobresaltó y derramó brandy sobre la mesa. ¿Acaso había un fondo penetrante en su voz, o era que ella deseaba oírlo?
–Él quiere que nuestro acuerdo sea muy discreto, de manera que me perdonarás que no divulgue su nombre.
–¿Es casado?
Ella le trajo la copa, peligrosamente llena hasta el borde, temblando debido a sus nervios.
–No. En verdad tengo motivos para suponer que saldrán grandes cosas de esta relación. Como he dicho, él sólo quiere ser discreto... por ahora.
Selena comprendió rápidamente que no debía haber tomado este camino. Ella y Nicholas también habían sido discretos, nunca habían hecho el amor en casa de ella a causa de los criados, él no la visitaba allí, y nunca habían utilizado la casa de él en Park Lane. Pero todos sabían que ella era su querida. Bastó ser vista tres veces en una reunión con Nicholas Edén para que todos los supieran.
No me pidas que le traicione, Nicky –dijo con una sonrisa a medias–. Pronto sabrás quién es.
–Entonces, ¿por qué no me dices ahora su nom­bre?
¿Acaso sospechaba que ella estaba mintiendo? Lo sabía. Su rostro lo demostraba. Porque, ¿quién diablos, podía reemplazar a Nicholas? Los hombres que ella conocía se habían alejado en cuanto él se convirtió en su escolta.
–No insistas, Nicholas. –Selena decidió atacar–. No puede importarte quién es ese hombre porque, aunque me duela reconocerlo, he notado últimamente poco entusiasmo por tu parte. Sólo me queda pensar que ya no me quieres.
Era el momento en que él podía negarlo todo. Pero el momento se perdió.
–¿Qué significa todo esto? –su voz era aguda.– ¡Ese maldito baile! ¿Es eso?
–Claro que no –replicó ella indignada.
–¿Ah, no? ¿Crees que vas a obligarme a que te acompañe al baile mañana por la noche contándome esa mentira? No te creo, querida.
Su colosal egoísmo iba a ser la muerte de ella, no cabía duda. ¡Qué vanidad! Simplemente no podía creer que ella prefiriera a otro.
El moreno entrecejo de Nicholas se contrajo sorprendido. Y Selena comprendió horrorizada que había expresado sus pensamientos en voz alta. Quedó estremecida, pero su resolución se afirmó.
–Pues, es verdad –dijo con audacia, apartándose de su lado y volviendo junto a la chimenea.
Selena se paseaba de arriba abajo ante el fuego, cuyo calor casi igualaba al calor de su ira. El no merecía ser amado.
–Perdón, Nicky –dijo después de unos momen­tos, sin atreverse a mirarle–. No quiero que nuestra aventura termine con una nota falsa. En verdad has sido maravilloso... casi siempre. Oh, querido –sus­piró–, eres experto en estas cosas. ¿Es así como se hacen?
Nicholas casi rió.
–No lo has hecho mal para ser una aficionada, querida.
–Bueno –dijo ella con tono más alegre y atreviéndose a mirarle. Caramba, seguía sin creerse el cuento–. Puedes dudar de mí, pero el tiempo dirá la verdad, ¿no? No te sorprendas al verme con mi nuevo acompañante.
Regresó junto al fuego y, cuando volvió a mirarle, él ya se había ido.

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