sábado, 15 de diciembre de 2012

AMAR UNA SOLA VEZ


AMAR UNA SOLA VEZ

Johanna Lindsey

CAPITULO 2


La mansión Malory, en Grosvenor Square, estaba brillantemente iluminada, y casi todos los ocupantes estaban en sus habitaciones, preparándose para el baile de los duques de Shepford. Los criados, más ocupados que de costumbre, corrían de un extremo a otro de la mansión.
Lord Marshall necesitaba más almidón en su cor­bata. Lady Clare quería un ligero refrigerio. Durante todo el día había estado demasiado nerviosa para comer. Lady Diana precisaba un remedio para tran­quilizarse. Dios mío, su primera temporada y su pri­mer baile: hacía dos días que no comía. Lord Travis necesitaba que le ayudaran a encontrar su nueva ca­misa de encaje. Lady Amy simplemente necesitaba que la animaran. Ella era la única en la familia que era demasiado joven para asistir al baile, incluso un baile de disfraces, donde de todos modos no iba a ser reconocida. ¡Ah, era horrible tener quince años!
La única persona que se preparaba para el baile y que no era hijo o hija de la casa, era lady Regina Ashton, sobrina de lord Edward Malory y prima hermana de su gran cantidad de hijos. Naturalmente lady Regina tenía su propia doncella para que la atendiera si necesitaba algo, pero al parecer no era así, porque nadie había visto a la doncella desde hacía más de una hora.
La casa desbordaba actividad. Lord y lady Malory habían empezado los preparativos mucho más temprano, porque habían sido invitados a la comida formal dada para unos escasos elegidos antes del baile. Se habían marchado hacía poco más de una hora. Los dos hermanos Malory iban a acompañar a sus hermanas y a su prima, una gran responsabilidad para los jóvenes, de los cuales uno acababa de dejar la universidad, y el otro todavía no.
Marshall Malory no había tenido mucho interés en acompañar a las mujeres de la familia, hasta hoy, cuando inesperadamente una amiga había pedido unirse al grupo en el coche de la familia Malory. Era un golpe de suerte haber recibido esta petición precisamente de tal dama.
Estaba perdidamente enamorado de ella desde que la había conocido, el año anterior, cuando había ido a su casa para pasar las vacaciones. Ella no le había hecho mucho caso entonces, pero ahora él había terminado los estudios y tenía veintiún años, era todo un hombre. Vamos, ya podía establecer una familia si quería. Y podría pedirle a determinada dama que se casara con él. ¡Oh, era maravilloso haber llegado a la mayoría de edad!
Lady Clare también pensaba en la edad. Tenía veinte años, por horrible que esto fuera. Era su tercera temporada y aún no había conquistado un marido... ¡ni siquiera se había comprometido! Había recibido algunas propuestas, pero de nadie a quien pudiera tomar en serio. Oh, era bastante bonita, con lindos ojos, piel blanca, muy rubia. Este era el problema. Era simplemente bonita. No soñaba ser tan llamativa como su prima Regina, y tendía a apagarse cuando estaba junto a ella. Y el maldito destino quería que esta fuera la segunda temporada que debía compartir con Regina.
Clare estaba furiosa. Su prima ya debía haberse casado. Había recibido docenas de propuestas. Y no es que ella no quisiera, parecía más que dispuesta, tan deseosa como Clare, o más, de establecerse.
Pero, por uno y otro motivo, todas las propuestas habían quedado en el aire. Ni siquiera con un viaje por Europa el año anterior había obtenido un marido. Regina había vuelto a Londres, siempre esperando encontrar marido.
Y este año también iba a entrar en la competencia la hermana de Clare, Diana. Como aún no tenía dieciocho años, hubiera sido mejor que la hicieran esperar un año más antes de presentarla en sociedad. Pero los padres habían pensado que Diana ya tenía edad de divertirse un poco. Aunque se le prohibió expresamente interesarse seriamente en ningún hom­bre. Era demasiado joven para casarse, pero podía divertirse todo lo que quisiera.
Lo único que faltaba era que sus padres sacaran del cuarto de estudios a Amy cuando tuviera dieciséis años, pensó Clare, cada vez más enojada. Casi podía verlo. El año próximo, si ella aún no había encontrado marido, tendría que competir con Diana y con Amy. Amy era tan bella como Regina, con aquel color moreno que sólo unos pocos Malory poseían. Clare tenía que encontrar marido esa tem­porada, aunque le costara la vida.
Clare no estaba enterada, pero estos también eran los sentimientos de su hermosa prima. Regina Ashton contempló su imagen en el espejo mientras que su doncella, Meg, enroscaba su largo cabello negro para disimular su longitud y hacer que pareciera más a la moda. Regina no veía sus ojos ligeramente oblicuos, de un sorprendente azul cobalto, o los llenos labios que se fruncían en un mohín, o la piel quizás demasiado blanca, que destacaba tan fuertemente el oscuro pelo y las largas pestañas negras. Veía hom­bres, desfiles de hombres, legiones de hombres –fran­ceses, suizos, austriacos, italianos, ingleses– pregun­tándose por qué ella todavía no se había casado. Ciertamente no era porque no lo hubiera intentado.
Reggie, como la llamaban, había tenido tantos pretendientes para elegir, que realmente era pertur­bador. Había una docena con los que estaba segura de haber podido ser feliz, dos docenas de los que creyó empezar a enamorarse, y muchos que, por un motivo u otro no le habían convenido. Y cuando Reggie creía que alguno era aceptable, no era esta la opinión de sus tíos.
¡Ah, por cierto que era una desventaja tener cua­tro tíos que la querían tanto! Ella también adoraba a los cuatro. Jason, que ahora tenía cuarenta y cinco años, había sido jefe de la familia desde que tenía dieciséis, responsable de sus tres hermanos y una hermana, la madre de Reggie. Jason se tomaba en serio sus responsabilidades... a veces demasiado en serio. Era un hombre muy severo.
Edward era exactamente su opuesto, de buen humor, alegre, indulgente. Un año menor que Jason, Edward se había casado con la tía Charlotte cuando tenía veintidós años, mucho antes de que se casara el tío Jason. Tenía cinco hijos, tres mujeres y dos varones. El primo Travis, de diecinueve años, era de la edad de Reggie y estaba en medio de la familia. Toda su vida habían sido compañeros de juegos, al igual que el único hijo del tío Jason.
La madre de Reggie, Melissa, era siete años menor que sus dos hermanos mayores. Dos años después del nacimiento de Melissa, había venido al mundo James.
James era el hermano loco, que mandaba todo al diablo para hacer lo que le daba la gana. Tenía treinta y cinco años ahora y se suponía que ni siquiera había que mentar su nombre. Para lo que se refiere a Jason y Edward, James no existía. Pero Reggie seguía queriéndole. Le echaba muchísimo de menos, e iba a verle en secreto. En los últimos nueve años sólo le había visto seis veces, la última hacía ya más de dos años. Pero, a decir la verdad, Anthony era su tío favorito por ser tan libre, tan poco inhibido como la misma Reggie. Anthony, con sus treinta y cuatro años y siendo el menor de la familia, era más un hermano que un tío. También, y eso era muy divertido, era el calavera más notable desde que su hermano James se había ido de Londres, pero, mientras que James podía ser brutal, ya que tenía mucho de Jason, Anthony estaba dotado de algunas de las cualidades de Edward. Era un don Juan, un notable seductor. No le importaba lo que se pensara de él;' pero, a su manera, hacía todo lo posible para agradar a quienes le interesaban.
Reggie sonrió. Pese a todos sus queridos y estra­falarios amigos, pese a todos los escándalos que florecían a su alrededor, los duelos que había tenido, las apuestas que había hecho, Anthony era a veces el hipócrita más adorable en lo que a ella se refería. Porque si alguno de sus disolutos amigos se atrevía a mirarla siquiera de reojo, era invitado enseguida a un combate de boxeo. Y hasta los hombres más mujeriegos aprendieron a ocultar sus deseos cuando ella visitaba a su tío, y conformarse con una charla inofensiva. Si el tío Jason llegaba a enterarse de que ella había estado en el mismo cuarto con algunos de los hombres que había conocido, algunas cabezas podían rodar, especialmente la de Tony. Pero Jason nunca lo supo y, aunque Edward lo sospechaba, nunca había sido tan estricto como Jason.
Los tíos la trataban más como a una hija que co­mo a una sobrina, porque los cuatro la habían edu­cado desde la muerte de sus padres, cuando Reggie sólo contaba dos años. Literalmente la habían com­partido desde que cumplió seis años. Edward vivía por entonces en Londres, al igual que James y An­thony. Los tres tuvieron una gran pelea con Jason, porque este insistía en que ella siguiera en el campo. Le permitía y toleraba que viviera seis meses del año con Edward, donde podía ver con frecuencia a los tíos más jóvenes. Cuando ella cumplió once años, Anthony pidió pasar un tiempo con ella. Se le concedieron los meses de verano, que eran de estricta diversión. Y él se sintió feliz haciendo el sacrificio de transformar todos los años su casa de soltero, cosa que se hacía fácilmente, porque junto con Reggie llegaban su doncella, su niñera y su gober­nanta. Anthony y Reggie comían dos veces por se­mana con Edward y su familia. Pero, pese al encanto de aquella vida doméstica, Anthony nunca había sentido deseos de casarse. Seguía siendo soltero. Cuando Reggie fue presentada en sociedad ya no resultaba adecuado que pasara parte del año con este tío, de manera que ahora sólo le veía de vez en cuando. Ah, bueno, pensaba Reggie, lo cierto era que ella iba a casarse pronto. No era lo que deseaba especialmente. Con mucho gusto se hubiera divertido unos años más. Pero sus tíos querían que se casara. Suponían que su deseo era encontrar un marido conveniente y formar una familia, ¿Acaso no era éste el deseo de toda muchacha? Lo cierto es que se habían reunido para discutir el tema y, pese a que ella había afirmado que no estaba preparada para dejar el seno de la familia, las buenas intenciones de ellos prevalecieron sobre las protestas de Reggie, hasta que, finalmente, ella cedió.
A partir de entonces ella había hecho todo lo posible para agradarles, porque les quería mucho a los cuatro. Presentó pretendiente tras pretendiente, pero, uno u otro de los tíos encontraban un defecto en uno de los jóvenes. Ella continuó la búsqueda en el continente, pero ya estaba harta de mirar con ojos críticos a cada hombre que se le acercaba. No podía hacerse amigos. No podía divertirse. Cada hombre debía ser cuidadosamente disecado y analizado... ¿estaba materializado su futuro marido? ¿Era acaso esa persona mágica que todos sus tíos iban a aprobar?
Ella empezaba a sospechar que tal hombre no existía, y desesperadamente necesitaba terminar con aquella búsqueda obsesiva. Quería ver a su tío Tony, el único capaz de entender, de interceder ante el tío Jason. Pero Tony estaba visitando a un amigo en el campo cuando ella volvió a Londres, y no había regresado hasta la noche anterior.
Reggie había ido dos veces a verle aquel mismo día, pero no le había encontrado y finalmente le dejó una nota. Seguramente ya la había recibido. ¿Por qué no había venido?
En el momento en que estaba pensando en ello, un coche se detuvo delante de la casa. Ella rió con una carcajada alegre, musical.
–¡Al fin!
–¿Cómo? –se sobresaltó Meg–. Todavía no he terminado. Quiero deciros que no ha sido fácil arreglaros el pelo. Sigo diciendo que deberíais cor­tarlo. Tanto vos como yo ganaríamos tiempo.
No importa, Meg. –Reggie se puso de pie de un salto, haciendo que varias horquillas cayeran al sue­lo–. Ha llegado el tío Tony.
–Eh, ¿adonde vais vestida de esa manera? –El tono de Meg era profundamente irritado.
Pero Reggie no le prestó atención y salió corriendo de la habitación; oyó el grito de Meg: ¡Regina Ashton!, pero no se detuvo. Corrió hasta llegar a las escaleras que llevaban al salón de abajo, pero allí se dio cuenta de la escasa ropa que llevaba. Rápida­mente se refugió en un rincón, decidida a no salir hasta que oyera la voz de su tío. Pero no la oyó. En lugar de esto escuchó una voz de mujer y, cuando espió vacilante desde el rincón, quedó decepcionada al ver que el lacayo hacía pasar a una señora, no al tío Tony. La dama era lady Tal o Cual, alguien a quien Reggie había conocido hacía unos días en Hyde Park. Caramba, ¿dónde diablos se había metido Tony?
En aquel momento Meg la tomó del brazo y la arrastró por el pasillo. Meg se tomaba libertades, esta era la verdad, pero no era de extrañar, porque había estado con Reggie tanto tiempo como la niñera Tess, es decir, siempre.
–¡Nunca he visto nada más escandaloso que usted allí de pie, en ropa interior! –la reprendió Meg» mientras empujaba a Reggie al taburete delante del pequeño tocador–. Tendríamos que enseñaros a comportaros mejor.
–Creí que era el tío Tony.
–No es una excusa.
Lo sé, pero tengo que verle esta noche. Ya sabes para qué, Meg. es el único que puede ayudarme. Escribirá al tío Jason y finalmente podré descansar.
–¿Y creéis que vuestro tío Tony pueda decir al marqués algo que os sea útil? Reggie hizo una mueca.
–Lo que voy a sugerir es que sean ellos quienes me encuentren un marido.
Meg movió la cabeza y suspiró.
–No os gustará el hombre que elegirán para usted, hija mía.
–Tal vez. Pero ya no me importa... –insistió ella
–. Sería bueno que yo pudiera elegir a mi marido, pero ya sé que mi elección no será tomada en cuenta si, de acuerdo con ellos, es mala. Me he estado exhibiendo desde hace un año, he ido a tantas reuniones, fiestas y bailes que los odio a todos. Nunca creí llegar a decir esto. ¡Vamos, si se me hacía corto el tiempo para bailar en mi primera fiesta!
–Es comprensible, querida –dijo Meg para apa­ciguarla.
–Lo único que pido es que el tío Tony comprenda y quiera ayudarme. Sólo quiero retirarme al campo, vivir otra vez tranquilamente... con o sin marido. Si pudiera encontrar esta noche al hombre que me conviene, me casaría con él mañana, cualquier cosa con tal de cortar este ajetreo social, pero sé que no va a suceder, de manera que lo mejor es dejar que mis tíos elijan. Como los conozco, tardarán años en hacerlo. Nunca se ponen de acuerdo en nada y, entretanto, yo me iré a casa en Haverston.
–No veo qué puede hacer vuestro tío Tony que no podáis hacer usted. No le tenéis miedo al marqués. Podéis manejarlo con el meñique cuando os da la gana. ¿Acaso ya no lo habéis hecho con frecuencia? Decidle cuan desdichada sois y él...
–¡No puedo hacer eso! –exclamó Reggie sin aliento–. No puedo hacer que el tío Jason crea que me ha hecho desgraciada. Nunca se lo perdonaría.
–Sois de corazón demasiado tierno para vuestra conveniencia, hija mía –gruñó Meg–. ¿Pensáis por lo tanto seguir siendo desdichada?
–No. Por eso quiero que el tío Tony le escriba al tío Jason. Si yo lo hago, y él insiste en que siga aquí, ¿qué sacaré con esto? Pero si la carta de Tony es despreciada, sabré que el plan no da resultado y tendré tiempo para pensar en otra cosa.
–Bueno, no cabe duda de que esta noche en el baile veréis a lord Anthony.
–No. Él odia los bailes. No querría asistir ni muerto a uno, ni siquiera lo haría por mí. Bueno, caramba, todo tendrá que esperar hasta mañana...
–Meg frunció el ceño y miró hacia otro lado.– ¿Qué significa eso? ¿Acaso sabes algo que yo no sé?
–preguntó Reggie.
Meg se encogió de hombros.
–Es que... probablemente lord Anthony se irá por la mañana a Haverston y no volverá en tres o cuatro días. Pero podéis esperar ese tiempo.
–¿Quién te dijo que se marchará?
–Oí que lord Edward le decía a su esposa que el marqués le había mandado llamar. Creo que van a citarlo de nuevo por algún otro problema en el que se ha metido.
–¡No! –Y añadió preocupada:– ¿No crees que ya se ha ido, verdad?
–De verdad que no. Meg sonrió.– Ese sinver­güenza no debe tener muchas ganas de enfrentarse a su hermano mayor. Estoy segura de que retrasará la partida todo el tiempo que pueda.
–Entonces tengo que verlo esta noche. Esto es perfecto. Él podrá convencer más fácilmente al tío Jason en persona que por carta.
–Pero no podéis ir ahora a casa de lord Anthony –protestó Meg–. Ya es casi hora de partir para él baile.
–Ayúdame pronto a ponerme el vestido. Tony vive a unas pocas calles de aquí. Tomaré el coche y regresaré antes de que mis primas estén listas para partir.
Lo cierto es que las otras ya estaban listas y sólo esperaban a Reggie cuando ésta corrió unos minutos después escaleras abajo. Aquello era incómodo, pero no iban a disuadirla. Hizo a un lado a su prima mayor al entrar a la sala, ofreciendo a las otras una vaga sonrisa a manera de saludo.
–Marshall, realmente detesto tener que pedirte esto, pero necesito el coche unos minutos antes de que todos partamos.
–¿Cómo?
Ella había hablado en murmullo, pero la exclama­ción de él hizo que todos se volvieran a mirarlos.
Ella suspiró.
–En verdad, Marshall, no deberías comportarte como si te hubiera pedido el mundo.
Marshall, consciente de que los observaban, y sorprendido de su momentánea falta de control, recobró toda la dignidad que pudo y dijo en el tono más razonable que logró dominar:
–¡Hace ya diez minutos que te esperamos, y quieres que esperemos aún más!
Tres suspiros ultrajados llegaron a sus oídos, pero Reggie no se dignó mirar a sus primas.
–No lo pediría sino fuera importante, Marshall. No tardaré más de media hora... bueno, seguramente menos de una hora. Tengo que ver al tío Anthony.
–¡No, no y no! –exclamó Diana, que rara vez levantaba la voz–. ¿Cómo puedes ser tan desconsi­derada, Reggie? Tú no eres así. Harás que todas lleguemos tarde. Tenemos que partir enseguida.
–Tonterías –dijo Reggie–. Seguramente no que­rréis ser las primeras, ¿verdad?
–Pero tampoco queremos ser las últimas en llegar –dijo Clare, caprichosa–. El baile se iniciará dentro de media hora, y tardaremos el mismo tiempo en llegar. ¿Es tan importante que veas ahora al tío Anthony?
–Es un asunto personal y no puede esperar. El parte mañana temprano para Haverston. No podré hablar con él a menos que vaya a verle enseguida.
–Espera que regrese –dijo Clare–. ¿Por qué no esperas a que regrese?
–Porque no puedo esperar. –Al ver que sus primas estaban todas contra ella y lady Tal por Cual igualmente agitada, Reggie se decidió.– Bueno, aceptaré un coche alquilado o una litera, Marshall, si enviáis a uno de los lacayos a buscarlo. Iré al baile a unirme con vosotras en cuanto haya terminado.
–Imposible.
Marshall estaba enfadado. Era muy de su prima meterle en alguna tontería de modo que él, que era el mayor, cargara más tarde con la responsabilidad. Pero esta vez no lo haría, por Dios. Él era mayor, sabía lo que hacía y ella no iba a envolverle como solía hacerlo.
Marshall dijo impertérrito.
–¿Un coche alquilado? ¿Por la noche? No es seguro, y lo sabes, Reggie.
–Travis puede acompañarme.
–Pero Travis no desea hacerlo –replicó con rapidez la escolta en cuestión–. Y no me hagas caritas de niña malcriada, Reggie. Yo tampoco quiero llegar tarde al baile.
–Por favor, Travis.
–No.
Reggie miró todas aquellas caras tan poco com­prensivas. Pero no quería ceder.
–Entonces no iré al baile. Además, no tenía ganas de ir.
–Oh, no. –Marshall sacudió gravemente la cabe­za.– Te conozco demasiado, querida prima. Apenas nos hayamos ido te escabullirás e irás a pie hasta la casa del tío Anthony. Y mi padre me matará.
–Soy demasiado inteligente para hacer eso, Mars­hall –replicó ella provocativa–. Enviaré Otro mensaje a Tony y esperaré que él venga aquí.
–¿Y si no viene? –señaló Marshall–. Tiene cosas más importantes que contestar a una llamada tuya en cuanto le hagas una seña. Además, es probable que no esté en su casa. No. Vendrás con nosotros y esto es definitivo.
–No iré.
–Irás.
–Puede ir en mi coche –todos los ojos se volvieron hacia la invitada–. Mi cochero y el lacayo están conmigo desde hace años y puedo confiar en que la llevarán sana y salva donde desee y después al baile.
La sonrisa de Reggie fue deslumbrante.
–Espléndido... Realmente es usted mi salvadora, lady...
–Eddington –replicó la dama–. Nos han pre­sentado esta semana.
–Sí, en el parque, lo recuerdo. Lo cierto es que soy muy olvidadiza con los nombres, he conocido mucha gente este último año. Nunca os lo agradeceré bastante.
–No es nada. Me hace feliz seros útil. Y Selena estaba feliz... cualquier cosa para partir cuanto antes. Ya era bastante malo haber tenido que aceptar a Marshall Malory como acompañante para el gran baile de la temporada. Pero él era el único entre la docena de caballeros a los que había enviado notas esa mañana que no la había rechazado con una u otra excusa. Malory, que era menor que ella, había sido un comodín de último momento. Y aquí estaba ella ahora, en medio de una disputa familiar, todo debido a esta muchachita descarada.
–Bueno, Marshall –dijo Reggie– no puedes oponerte ahora.
–No, supongo que no –dijo él de mala gana– pero recuerda que has dicho que tardarás media hora, prima. Es mejor que llegues a casa de los Shepford antes que mi padre se dé cuenta de que no estás. De lo contrario, lo pasaremos muy mal, y tú lo sabes.

AMAR UNA SOLA VEZ

Johanna Lindsey

 

CAPITULO 1


Los dedos que sostenían la botella de brandy eran largos y delicados. Selena Eddington estaba orgullosa de sus manos. Las lucía en cuanto se presentaba la ocasión, como en este momento. Alcanzó la botella a Nicholas, en lugar de servirle enseguida el brandy. Esto además le permitía ponerse de pie ante él que estaba recostado en el sofá tapizado de azul; el fuego de la chimenea que estaba a sus espaldas marcaba provocativamente su figura a través de la tenue muselina de su vestido de baile. Incluso un calavera empedernido como Nicholas Edén debía ser capaz de apreciar su bello cuerpo.
Un gran rubí refulgía en su mano izquierda, que temblaba ligeramente, cuando sujetó su vaso, y sirvió el brandy. Su anillo de bodas todavía lo exhibía con orgullo, aunque hacía más de dos años que era viuda. Más rubíes rodeaban su cuello, pero ni siquiera las espectaculares gemas lograban desviar la atención de su escote, excesivamente pronunciado, que dejaba lugar sólo a unos escasos centímetros de tela antes de la alta y ajustada cintura a la moda del primer imperio, desde donde caía el resto del vestido en líneas rectas hasta sus bien torneados tobillos. El vestido era de un color oscuro, profundo, y armoni­zaba maravillosamente con los rubíes y a Selena.
– ¿Me escuchas, Nicky?
Nicholas tenía aquella irritante expresión pensativa que cada vez era más frecuente. No escuchaba Ninguna de las palabras que ella decía: estaba profun­damente sumergido en pensamientos en los que seguramente Selena no estaba incluida. Ni siquiera la había mirado cuando servía el brandy.
–De verdad, Nicky, no es muy halagadora la manera en que te vas y me dejas cuando estamos solos en la habitación. –Se mantenía firme sin ceder terreno ante él, hasta que Nicholas levantó la vista y la miró.
¿Qué pasa, querida? –A ella le brillaron de ira sus ojos color avellana. Si hubiera sido capaz de demos­trar su mal humor, incluso hubiera pataleado. ¡Él era tan provocativo, tan indiferente, tan... imposible! Pero también era un partido muy bueno.
Procurando guardar la compostura, ella contestó, con voz suave:
–El baile, Nicky. He estado hablando del baile, pero tú no has prestado atención. Si quieres, cambiaré de tema, pero sólo si prometes que vendrás a buscarme temprano mañana por la noche.
–¿Qué baile?
Selena contuvo el aliento. El no estaba fingiendo: verdaderamente no sabía de qué estaba hablando ella.
–No me provoques, Nicky. El baile de los Shepford. Ya sabes cuánto deseo ir.
–Ah, sí –dijo él secamente–. El baile que superará a todos, aunque es apenas el comienzo de la temporada.
Ella fingió no percibir el tono.
–Además, sabes muy bien cuánto he esperado una invitación de la duquesa de Shepford a una de sus reuniones. El baile será, al parecer, el más importante que ha dado en años. Sencillamente todos los que son alguien estarán presentes.
–¿Y qué?
Selena contó lentamente hasta cinco.
–Que moriré si me pierdo un solo minuto.
Los labios de él se curvaron con la consabida sonrisa burlona.
–Te sientes morir con demasiada frecuencia, que­rida. No deberías tomar tan en serio el mundanal ruido.
–Debería ser como tú...
Hubiera retirado la frase, en caso de poder hacerlo. Su furia estaba a punto de estallar y eso sería desastroso. Sabía que él deploraba todo exceso de emoción en cualquiera, aunque él mismo se permitiera dar rienda suelta a su mal humor, lo que podía llegar a ser muy desagradable.
Nicholas simplemente se encogió de hombros.
–Puedes decir que soy un excéntrico, querida, una de esas personas a las que les importa un comino los demás.
Esta era una gran verdad. Ignoraba, incluso insul­taba, a quien le daba la gana. Se hacía amigo de quien le caía en gracia, incluso de reconocidos canallas despreciados por la sociedad. Y nunca, nunca se sometía a nadie. Era tan arrogante como la gente decía. Aunque también podía ser extraordina­riamente encantador... cuando quería serlo.
Selena contenía milagrosamente su ira a punto de estallar.
–Recuerda, Nicky, que has prometido acom­pañarme al baile de los Shepford. ¿De veras? –dijo él con aire cansado.
–Sí, lo hiciste –dijo con tranquilidad–. Y pro­méteme que no te retrasarás, ¿quieres? Él se encogió otra vez de hombros.
–¿Cómo voy a prometer algo así, querida? No puedo prever el futuro. Nadie puede saber si mañana no surgirá algo para retrasarme.
Ella casi lanzó un grito. Nada iba a retenerlo como no fuera su pérfida indiferencia, y ambos lo sabían. No lo podía soportar.
Selena tomó una rápida decisión y dijo como al descuido:
–Está bien, Nicky. Como es tan importante para mí y no puedo contar contigo, buscaré otra escolta, aunque espero que vayas al baile. –Los dos podían jugar al mismo juego.
–¿En tan poco tiempo? –preguntó él.
–¿Dudas que lo logre? –contestó provocándole. Él sonrió y la recorrió con la mirada con ternura.
–No, desde luego creo que te costará muy poco reemplazarme.
Selena le dio la espalda antes de que él pudiera notar cómo le había afectado esa frase. ¿Había sido un aviso? ¡Oh, él estaba tan seguro de sí mismo! Se merecía que ella rompiera la relación. Ninguna de sus amantes lo había hecho jamás. Siempre era él quien terminaba. Siempre era él quien dirigía. ¿Cómo reaccionaría si ella lo dejaba? ¿Iba a enfurecerse? ¿La forzaría? Debía meditarlo seriamente.
Nicholas Edén se sentó cómodamente en el sofá y vio que Selena tomaba su copa de jerez y después se tendía en la tupida alfombra de piel frente al fuego, dándole la espalda. Los labios de él se curvaron sardónicos. La pose de ella era muy tentadora, y ella lo sabía. Selena siempre sabía lo que estaba haciendo.
Estaban en la ciudad, en la casa de Marie, tras disfrutar una excelente comida con Marie y su amante de turno, de haber jugado al whist durante una o dos horas y de haberse retirado al fin a este cómodo saloncito. Marie y su ardiente enamorado se habían ido a una habitación de arriba, dejando solos a Nicholas y a Selena. ¿Cuántas otras noches como ésta habían pasado? La única novedad era que la condesa tenía un nuevo amante cada vez. Vivía arriesgadamente cuando su marido, el conde, esta fuera de la ciudad.
Y esta noche también había otra diferencia. La habitación era igualmente romántica, el fuego ardía, había una discreta lámpara en un rincón, el brandy era bueno, los criados se habían retirado discretamente. Selena estaba tan seductora como siempre. Pero esta noche Nicholas estaba aburrido. Tan sencillo como esto. No tenía ganas de dejar el sofá y unirse a Selena sobre la alfombra.
Desde hacía un tiempo se había dado cuenta de que estaba perdiendo interés por ella. El hecho de que esta noche no deseara especialmente ir a la cama con ella confirmaba su sensación de que era el momento de terminar. Esta aventura había durado más que las anteriores, casi tres meses. Tal vez por esto deseaba dejar a Selena, a pesar de no tener con quién reemplazarla.
Aunque tampoco quería, por el momento, perseguir a nadie. Selena superaba en belleza a todas las damas que él conocía, excepto a las pocas que estaban enamoradas de sus maridos y por lo tanto eran inmunes a su encanto. Ah, pero su coto de caza no se limitaba a las casadas aburridas de sus maridos, claro que no. No tenía escrúpulos para dedicarse también a las dulces ingenuas, que se habían presen­tado en sociedad hacía una o dos temporadas. Si las tiernas damiselas eran proclives a sucumbir, no estaban a salvo de Nicholas. Y si ellas estaban ansiosas por acostarse con él, él sólo las atendía, mientras la aventura pudiera escapar a los ojos de sus padres. Es verdad que eran las aventuras más breves, pero también las que más le entusiasmaban.
En su primera juventud, cuando era como un demonio suelto, había seducido a tres vírgenes. Una, la hija de un duque, fue rápidamente casada con un primo segundo, o con algún otro afortunado caba­llero. Las otras dos se habían casado antes de que tomaran grandes dimensiones los escándalos. Lo que no quiere decir que las lenguas afiladas no hubieran disfrutado con cada aventura. Pero, sin el peligro de las familias enfurecidas, las aventuras se habían reducido a chismes y comentarios. La verdad era que los padres en cuestión habían tenido miedo de enfrentarse a él en el terreno del honor. En el momento que nos ocupa ya había vencido a dos maridos furiosos.
No estaba orgulloso de haber desflorado a tres inocentes, o de haber herido a dos hombres, cuya única falta era la de tener esposas promiscuas. Pero tampoco se sentía culpable de ninguno de los casos. Si las jovencitas habían sido lo bastante tontas como para entregársele sin una promesa de matrimonio, eso era problema de ellas. Y, por otro lado, las esposas de los nobles sabían exactamente lo que estaban haciendo.
Se decía de Nicholas que no le preocupaba quién resultara herido cuando se trataba de sus placeres. Quizás fuera verdad, quizás no. Nadie conocía lo suficiente a Nicholas como para estar seguro. Ni siquiera él mismo estaba seguro de por qué hacía algunas de las cosas que hacía.
En todo caso, pagaba por su reputación. Los padres que poseían títulos superiores al suyo no lo tomaban en cuenta para sus hijas. Sólo los más audaces y la gente en busca de un marido rico tenía el nombre de Nicholas en sus listas sociales.
Pero él no buscaba esposa. Hacía tiempo que se daba cuenta de que no tenía derecho como lo exigía su título, a proponer matrimonio a una joven bien educada y de linaje. Era probable que no se casara nunca. Nadie se explicaba por qué el vizconde de Montieth se resignaba a la vida de soltero, de manera que aún había innumerables esperanzas de atraerlo, de regenerarlo.
Lady Selena Eddington era una de estas esperan­zadas. Procuraba por todos los medios no demos­trarlo, pero él sabía perfectamente cuando una mujer estaba detrás de su título. Casada la primera vez con un barón, ahora aspiraba más alto. Era notablemente bella, con un pelo negro y corto que le rodeaba la cara ovalada en delicados rizos, de acuerdo con la moda. Su piel dorada hacía resaltar sus expresivos ojos de color avellana. De veinticuatro años, divertida, seductora, era una mujer preciosa. Desde luego no era culpa suya que el deseo de Nicholas se hubiera enfriado.
Ninguna mujer había logrado mantener mucho tiempo su interés. Él había esperado que esta aventura se fuera desvaneciendo. Todos lo esperaban. A él lo único que le sorprendía era su disposición para terminar antes de tener a la vista otra nueva con­quista. La decisión iba a forzarle a andar de cacería por algún tiempo en el escenario social, hasta que alguna lo atrajera, y Nicholas detestaba tener que hacer eso.
Quizás el baile le daría la respuesta. Como se iniciaba la temporada, habría allí docenas de jovenci­tas. Nicholas suspiró. A los veintisiete años, tras siete de vida agitada, había perdido el gusto por las jóvenes inocentes.
Decidió que esa noche no iba a romper con Selena, porque ella ya estaba enfadada con él, e iba a soltar todo el temperamento iracundo que él sabía escondía en su interior. Y había que evitarlo. Él deploraba las escenas pasionales, porque su propia naturaleza era ya bastante apasionada. Las mujeres nunca habían soportado su cólera. Siempre termina­ban en lágrimas, y esto era igualmente deplorable. No: se lo diría en el baile. Y ella no se atrevería a hacer una escena en público.
Selena levantó ante el fuego la copa de cristal llena de jerez, y se maravilló de que el líquido ambarino fuera exactamente del color de los ojos de Nicholas, cuando estaba de buen humor. Sus ojos habían tenido aquel tono miel y oro cuando empezó a perseguirla, pero también eran de ese color cuando se enfadaba o cuando algo le agradaba. Cuando no sentía nada especial, estaba tranquilo o indiferente, sus Ojos eran de un marrón rojizo, casi del color del cobre recién lustrado. Eran siempre unos ojos per­turbadores, porque incluso cuando se veían más oscuros, siempre ardían con intensa luz interior. Su piel era morena. El pelo, castaño con mechones dorados, impedía que tuviera un aspecto siniestro. Lo llevaba a la moda, es decir, aparentemente des­peinado y naturalmente ondulado.
Era detestable que este hombre fuera tan apuesto y que con sólo mirarle hiciera palpitar el corazón de una mujer. Ella lo había comprobado muchas veces. Las muchachas se convertían en unas tontuelas llenas de risitas en su presencia. Las mujeres de más edad le invitaban descaradamente con los ojos. No era de extrañar que aquel hombre fuera tan difícil de manejar. No cabía duda de que muchas hermosas hembras se le habían arrojado encima desde que era adolescente, e incluso antes. Además le sentaban bien los pantalones ajustados y los fraques recortados, como si la moda hubiera sido creada para él. Su cuerpo era soberbio: esbelto y musculoso, alto y flexible, el cuerpo de un ávido atleta.
¡Si al menos no fuera así! Entonces el corazón de Selena no palpitaría tanto cada vez que la miraba con aquellos ojos de color jerez. Estaba decidida a llevarlo al altar, porque no sólo él era el hombre más apuesto que había visto, sino que también era el cuarto vizconde Edén de Montieth, y rico además. Estaba en verdad hecho a la medida, y él era arrogantemente consciente de ello.
¿Qué podría decidirle? Algo tenía que hacer, porque era dolorosamente obvio que él estaba perdiendo interés por ella. ¿Qué hacer para reavivar la llama? ¿Galopar desnuda por Hyde Park? ¿Unirse a uno de esos Sábados Negros de los que se decía que eran excusa para orgías? ¿Comportarse de manera aún más escandalosa que la de él? Podía entrar en él Whites o el Brooks, lo que realmente le impactaría, porque bajo ningún pretexto se permitía que las mujeres entraran en esos establecimientos. O tal vez podía empezar a ignorarle. Incluso... Dios santo, claro, ¡podía dejarlo por otro hombre! El no se moriría. Pero su vanidad no soportaría el golpe. Esto despertaría su ira y sus celos, y entonces le pediría en un impulso que se casara con él.
Debía dar resultado. De todos modos tenía que probarlo. Si no servía, no habría perdido nada, porque, tal como estaban las cosas, ya lo estaba perdiendo.
Se dio la vuelta para verle y le encontró acostado en el sofá, con los pies apoyados sobre el extremo de uno de los brazos, con las botas puestas y las manos detrás de la cabeza. ¡Iba a dormirse estando con ella! Caramba, no recordaba haber sido jamás tan des­atendida. Ni siquiera su marido, en los dos años que duró su matrimonio, se había puesto a dormir en su compañía. Sí, las medidas desesperadas acuciaban.
–Nicholas. –Pronunció suavemente el nombre y él le contestó enseguida. Por lo menos no estaba dormido.– Nicholas, esta noche he pensado mucho en nuestra relación.
–¿De veras, Selena?
Ella se contrajo ante el desinterés que resonaba en su voz.
–Sí –prosiguió ella valerosamente–. Y he llegado a una conclusión. Debido a tu falta de... digamos calor... se me ocurre que otro sabría apreciarme más.
–De eso no cabe duda.
Ella frunció el ceño. Él tomaba las cosas demasiado bien.
–Bueno, últimamente he recibido varias propuestas para... sustituirte en mi afecto, y he decidido... –Hizo una pausa antes de decir una mentira, después cerró los ojos y se decidió:– he resuelto aceptar una.
Esperó un momento antes de volver a abrir los ojos. Nicholas no se había movido ni un centímetro en el sofá, y pasó un minuto hasta que finalmente lo hizo. Se sentó lentamente, clavándole los ojos. Ella contuvo el aliento. La expresión de él era inescrutable.
Recogió la copa vacía que estaba sobre la mesa y la levantó hacia ella.
–¿De veras, querida?
–Claro, naturalmente. Se precipitó para llenarle la copa, sin pensar siquiera que era un gesto muy autocrático esperar que le sirviera de este modo.
–¿Y quién es el afortunado?
Selena se sobresaltó y derramó brandy sobre la mesa. ¿Acaso había un fondo penetrante en su voz, o era que ella deseaba oírlo?
–Él quiere que nuestro acuerdo sea muy discreto, de manera que me perdonarás que no divulgue su nombre.
–¿Es casado?
Ella le trajo la copa, peligrosamente llena hasta el borde, temblando debido a sus nervios.
–No. En verdad tengo motivos para suponer que saldrán grandes cosas de esta relación. Como he dicho, él sólo quiere ser discreto... por ahora.
Selena comprendió rápidamente que no debía haber tomado este camino. Ella y Nicholas también habían sido discretos, nunca habían hecho el amor en casa de ella a causa de los criados, él no la visitaba allí, y nunca habían utilizado la casa de él en Park Lane. Pero todos sabían que ella era su querida. Bastó ser vista tres veces en una reunión con Nicholas Edén para que todos los supieran.
No me pidas que le traicione, Nicky –dijo con una sonrisa a medias–. Pronto sabrás quién es.
–Entonces, ¿por qué no me dices ahora su nom­bre?
¿Acaso sospechaba que ella estaba mintiendo? Lo sabía. Su rostro lo demostraba. Porque, ¿quién diablos, podía reemplazar a Nicholas? Los hombres que ella conocía se habían alejado en cuanto él se convirtió en su escolta.
–No insistas, Nicholas. –Selena decidió atacar–. No puede importarte quién es ese hombre porque, aunque me duela reconocerlo, he notado últimamente poco entusiasmo por tu parte. Sólo me queda pensar que ya no me quieres.
Era el momento en que él podía negarlo todo. Pero el momento se perdió.
–¿Qué significa todo esto? –su voz era aguda.– ¡Ese maldito baile! ¿Es eso?
–Claro que no –replicó ella indignada.
–¿Ah, no? ¿Crees que vas a obligarme a que te acompañe al baile mañana por la noche contándome esa mentira? No te creo, querida.
Su colosal egoísmo iba a ser la muerte de ella, no cabía duda. ¡Qué vanidad! Simplemente no podía creer que ella prefiriera a otro.
El moreno entrecejo de Nicholas se contrajo sorprendido. Y Selena comprendió horrorizada que había expresado sus pensamientos en voz alta. Quedó estremecida, pero su resolución se afirmó.
–Pues, es verdad –dijo con audacia, apartándose de su lado y volviendo junto a la chimenea.
Selena se paseaba de arriba abajo ante el fuego, cuyo calor casi igualaba al calor de su ira. El no merecía ser amado.
–Perdón, Nicky –dijo después de unos momen­tos, sin atreverse a mirarle–. No quiero que nuestra aventura termine con una nota falsa. En verdad has sido maravilloso... casi siempre. Oh, querido –sus­piró–, eres experto en estas cosas. ¿Es así como se hacen?
Nicholas casi rió.
–No lo has hecho mal para ser una aficionada, querida.
–Bueno –dijo ella con tono más alegre y atreviéndose a mirarle. Caramba, seguía sin creerse el cuento–. Puedes dudar de mí, pero el tiempo dirá la verdad, ¿no? No te sorprendas al verme con mi nuevo acompañante.
Regresó junto al fuego y, cuando volvió a mirarle, él ya se había ido.
Este Blog esta destinado al entretenimiento de lectores aficionad@s a hermosas novelas de amor o pasión y porque no las dos juntas, tengo un gran repertorio de novelas que si de ser impresas ya tendría una biblioteca, si desean alguna en especifico solo pídanla y su deseo sera concedido!

sin mas que decir iniciare con unos capítulos de mi escritora favorita Johanna Lindsey

felices fiestas!!
besos y abrazos
Pixie