sábado, 15 de diciembre de 2012

AMAR UNA SOLA VEZ


AMAR UNA SOLA VEZ

Johanna Lindsey

CAPITULO 2


La mansión Malory, en Grosvenor Square, estaba brillantemente iluminada, y casi todos los ocupantes estaban en sus habitaciones, preparándose para el baile de los duques de Shepford. Los criados, más ocupados que de costumbre, corrían de un extremo a otro de la mansión.
Lord Marshall necesitaba más almidón en su cor­bata. Lady Clare quería un ligero refrigerio. Durante todo el día había estado demasiado nerviosa para comer. Lady Diana precisaba un remedio para tran­quilizarse. Dios mío, su primera temporada y su pri­mer baile: hacía dos días que no comía. Lord Travis necesitaba que le ayudaran a encontrar su nueva ca­misa de encaje. Lady Amy simplemente necesitaba que la animaran. Ella era la única en la familia que era demasiado joven para asistir al baile, incluso un baile de disfraces, donde de todos modos no iba a ser reconocida. ¡Ah, era horrible tener quince años!
La única persona que se preparaba para el baile y que no era hijo o hija de la casa, era lady Regina Ashton, sobrina de lord Edward Malory y prima hermana de su gran cantidad de hijos. Naturalmente lady Regina tenía su propia doncella para que la atendiera si necesitaba algo, pero al parecer no era así, porque nadie había visto a la doncella desde hacía más de una hora.
La casa desbordaba actividad. Lord y lady Malory habían empezado los preparativos mucho más temprano, porque habían sido invitados a la comida formal dada para unos escasos elegidos antes del baile. Se habían marchado hacía poco más de una hora. Los dos hermanos Malory iban a acompañar a sus hermanas y a su prima, una gran responsabilidad para los jóvenes, de los cuales uno acababa de dejar la universidad, y el otro todavía no.
Marshall Malory no había tenido mucho interés en acompañar a las mujeres de la familia, hasta hoy, cuando inesperadamente una amiga había pedido unirse al grupo en el coche de la familia Malory. Era un golpe de suerte haber recibido esta petición precisamente de tal dama.
Estaba perdidamente enamorado de ella desde que la había conocido, el año anterior, cuando había ido a su casa para pasar las vacaciones. Ella no le había hecho mucho caso entonces, pero ahora él había terminado los estudios y tenía veintiún años, era todo un hombre. Vamos, ya podía establecer una familia si quería. Y podría pedirle a determinada dama que se casara con él. ¡Oh, era maravilloso haber llegado a la mayoría de edad!
Lady Clare también pensaba en la edad. Tenía veinte años, por horrible que esto fuera. Era su tercera temporada y aún no había conquistado un marido... ¡ni siquiera se había comprometido! Había recibido algunas propuestas, pero de nadie a quien pudiera tomar en serio. Oh, era bastante bonita, con lindos ojos, piel blanca, muy rubia. Este era el problema. Era simplemente bonita. No soñaba ser tan llamativa como su prima Regina, y tendía a apagarse cuando estaba junto a ella. Y el maldito destino quería que esta fuera la segunda temporada que debía compartir con Regina.
Clare estaba furiosa. Su prima ya debía haberse casado. Había recibido docenas de propuestas. Y no es que ella no quisiera, parecía más que dispuesta, tan deseosa como Clare, o más, de establecerse.
Pero, por uno y otro motivo, todas las propuestas habían quedado en el aire. Ni siquiera con un viaje por Europa el año anterior había obtenido un marido. Regina había vuelto a Londres, siempre esperando encontrar marido.
Y este año también iba a entrar en la competencia la hermana de Clare, Diana. Como aún no tenía dieciocho años, hubiera sido mejor que la hicieran esperar un año más antes de presentarla en sociedad. Pero los padres habían pensado que Diana ya tenía edad de divertirse un poco. Aunque se le prohibió expresamente interesarse seriamente en ningún hom­bre. Era demasiado joven para casarse, pero podía divertirse todo lo que quisiera.
Lo único que faltaba era que sus padres sacaran del cuarto de estudios a Amy cuando tuviera dieciséis años, pensó Clare, cada vez más enojada. Casi podía verlo. El año próximo, si ella aún no había encontrado marido, tendría que competir con Diana y con Amy. Amy era tan bella como Regina, con aquel color moreno que sólo unos pocos Malory poseían. Clare tenía que encontrar marido esa tem­porada, aunque le costara la vida.
Clare no estaba enterada, pero estos también eran los sentimientos de su hermosa prima. Regina Ashton contempló su imagen en el espejo mientras que su doncella, Meg, enroscaba su largo cabello negro para disimular su longitud y hacer que pareciera más a la moda. Regina no veía sus ojos ligeramente oblicuos, de un sorprendente azul cobalto, o los llenos labios que se fruncían en un mohín, o la piel quizás demasiado blanca, que destacaba tan fuertemente el oscuro pelo y las largas pestañas negras. Veía hom­bres, desfiles de hombres, legiones de hombres –fran­ceses, suizos, austriacos, italianos, ingleses– pregun­tándose por qué ella todavía no se había casado. Ciertamente no era porque no lo hubiera intentado.
Reggie, como la llamaban, había tenido tantos pretendientes para elegir, que realmente era pertur­bador. Había una docena con los que estaba segura de haber podido ser feliz, dos docenas de los que creyó empezar a enamorarse, y muchos que, por un motivo u otro no le habían convenido. Y cuando Reggie creía que alguno era aceptable, no era esta la opinión de sus tíos.
¡Ah, por cierto que era una desventaja tener cua­tro tíos que la querían tanto! Ella también adoraba a los cuatro. Jason, que ahora tenía cuarenta y cinco años, había sido jefe de la familia desde que tenía dieciséis, responsable de sus tres hermanos y una hermana, la madre de Reggie. Jason se tomaba en serio sus responsabilidades... a veces demasiado en serio. Era un hombre muy severo.
Edward era exactamente su opuesto, de buen humor, alegre, indulgente. Un año menor que Jason, Edward se había casado con la tía Charlotte cuando tenía veintidós años, mucho antes de que se casara el tío Jason. Tenía cinco hijos, tres mujeres y dos varones. El primo Travis, de diecinueve años, era de la edad de Reggie y estaba en medio de la familia. Toda su vida habían sido compañeros de juegos, al igual que el único hijo del tío Jason.
La madre de Reggie, Melissa, era siete años menor que sus dos hermanos mayores. Dos años después del nacimiento de Melissa, había venido al mundo James.
James era el hermano loco, que mandaba todo al diablo para hacer lo que le daba la gana. Tenía treinta y cinco años ahora y se suponía que ni siquiera había que mentar su nombre. Para lo que se refiere a Jason y Edward, James no existía. Pero Reggie seguía queriéndole. Le echaba muchísimo de menos, e iba a verle en secreto. En los últimos nueve años sólo le había visto seis veces, la última hacía ya más de dos años. Pero, a decir la verdad, Anthony era su tío favorito por ser tan libre, tan poco inhibido como la misma Reggie. Anthony, con sus treinta y cuatro años y siendo el menor de la familia, era más un hermano que un tío. También, y eso era muy divertido, era el calavera más notable desde que su hermano James se había ido de Londres, pero, mientras que James podía ser brutal, ya que tenía mucho de Jason, Anthony estaba dotado de algunas de las cualidades de Edward. Era un don Juan, un notable seductor. No le importaba lo que se pensara de él;' pero, a su manera, hacía todo lo posible para agradar a quienes le interesaban.
Reggie sonrió. Pese a todos sus queridos y estra­falarios amigos, pese a todos los escándalos que florecían a su alrededor, los duelos que había tenido, las apuestas que había hecho, Anthony era a veces el hipócrita más adorable en lo que a ella se refería. Porque si alguno de sus disolutos amigos se atrevía a mirarla siquiera de reojo, era invitado enseguida a un combate de boxeo. Y hasta los hombres más mujeriegos aprendieron a ocultar sus deseos cuando ella visitaba a su tío, y conformarse con una charla inofensiva. Si el tío Jason llegaba a enterarse de que ella había estado en el mismo cuarto con algunos de los hombres que había conocido, algunas cabezas podían rodar, especialmente la de Tony. Pero Jason nunca lo supo y, aunque Edward lo sospechaba, nunca había sido tan estricto como Jason.
Los tíos la trataban más como a una hija que co­mo a una sobrina, porque los cuatro la habían edu­cado desde la muerte de sus padres, cuando Reggie sólo contaba dos años. Literalmente la habían com­partido desde que cumplió seis años. Edward vivía por entonces en Londres, al igual que James y An­thony. Los tres tuvieron una gran pelea con Jason, porque este insistía en que ella siguiera en el campo. Le permitía y toleraba que viviera seis meses del año con Edward, donde podía ver con frecuencia a los tíos más jóvenes. Cuando ella cumplió once años, Anthony pidió pasar un tiempo con ella. Se le concedieron los meses de verano, que eran de estricta diversión. Y él se sintió feliz haciendo el sacrificio de transformar todos los años su casa de soltero, cosa que se hacía fácilmente, porque junto con Reggie llegaban su doncella, su niñera y su gober­nanta. Anthony y Reggie comían dos veces por se­mana con Edward y su familia. Pero, pese al encanto de aquella vida doméstica, Anthony nunca había sentido deseos de casarse. Seguía siendo soltero. Cuando Reggie fue presentada en sociedad ya no resultaba adecuado que pasara parte del año con este tío, de manera que ahora sólo le veía de vez en cuando. Ah, bueno, pensaba Reggie, lo cierto era que ella iba a casarse pronto. No era lo que deseaba especialmente. Con mucho gusto se hubiera divertido unos años más. Pero sus tíos querían que se casara. Suponían que su deseo era encontrar un marido conveniente y formar una familia, ¿Acaso no era éste el deseo de toda muchacha? Lo cierto es que se habían reunido para discutir el tema y, pese a que ella había afirmado que no estaba preparada para dejar el seno de la familia, las buenas intenciones de ellos prevalecieron sobre las protestas de Reggie, hasta que, finalmente, ella cedió.
A partir de entonces ella había hecho todo lo posible para agradarles, porque les quería mucho a los cuatro. Presentó pretendiente tras pretendiente, pero, uno u otro de los tíos encontraban un defecto en uno de los jóvenes. Ella continuó la búsqueda en el continente, pero ya estaba harta de mirar con ojos críticos a cada hombre que se le acercaba. No podía hacerse amigos. No podía divertirse. Cada hombre debía ser cuidadosamente disecado y analizado... ¿estaba materializado su futuro marido? ¿Era acaso esa persona mágica que todos sus tíos iban a aprobar?
Ella empezaba a sospechar que tal hombre no existía, y desesperadamente necesitaba terminar con aquella búsqueda obsesiva. Quería ver a su tío Tony, el único capaz de entender, de interceder ante el tío Jason. Pero Tony estaba visitando a un amigo en el campo cuando ella volvió a Londres, y no había regresado hasta la noche anterior.
Reggie había ido dos veces a verle aquel mismo día, pero no le había encontrado y finalmente le dejó una nota. Seguramente ya la había recibido. ¿Por qué no había venido?
En el momento en que estaba pensando en ello, un coche se detuvo delante de la casa. Ella rió con una carcajada alegre, musical.
–¡Al fin!
–¿Cómo? –se sobresaltó Meg–. Todavía no he terminado. Quiero deciros que no ha sido fácil arreglaros el pelo. Sigo diciendo que deberíais cor­tarlo. Tanto vos como yo ganaríamos tiempo.
No importa, Meg. –Reggie se puso de pie de un salto, haciendo que varias horquillas cayeran al sue­lo–. Ha llegado el tío Tony.
–Eh, ¿adonde vais vestida de esa manera? –El tono de Meg era profundamente irritado.
Pero Reggie no le prestó atención y salió corriendo de la habitación; oyó el grito de Meg: ¡Regina Ashton!, pero no se detuvo. Corrió hasta llegar a las escaleras que llevaban al salón de abajo, pero allí se dio cuenta de la escasa ropa que llevaba. Rápida­mente se refugió en un rincón, decidida a no salir hasta que oyera la voz de su tío. Pero no la oyó. En lugar de esto escuchó una voz de mujer y, cuando espió vacilante desde el rincón, quedó decepcionada al ver que el lacayo hacía pasar a una señora, no al tío Tony. La dama era lady Tal o Cual, alguien a quien Reggie había conocido hacía unos días en Hyde Park. Caramba, ¿dónde diablos se había metido Tony?
En aquel momento Meg la tomó del brazo y la arrastró por el pasillo. Meg se tomaba libertades, esta era la verdad, pero no era de extrañar, porque había estado con Reggie tanto tiempo como la niñera Tess, es decir, siempre.
–¡Nunca he visto nada más escandaloso que usted allí de pie, en ropa interior! –la reprendió Meg» mientras empujaba a Reggie al taburete delante del pequeño tocador–. Tendríamos que enseñaros a comportaros mejor.
–Creí que era el tío Tony.
–No es una excusa.
Lo sé, pero tengo que verle esta noche. Ya sabes para qué, Meg. es el único que puede ayudarme. Escribirá al tío Jason y finalmente podré descansar.
–¿Y creéis que vuestro tío Tony pueda decir al marqués algo que os sea útil? Reggie hizo una mueca.
–Lo que voy a sugerir es que sean ellos quienes me encuentren un marido.
Meg movió la cabeza y suspiró.
–No os gustará el hombre que elegirán para usted, hija mía.
–Tal vez. Pero ya no me importa... –insistió ella
–. Sería bueno que yo pudiera elegir a mi marido, pero ya sé que mi elección no será tomada en cuenta si, de acuerdo con ellos, es mala. Me he estado exhibiendo desde hace un año, he ido a tantas reuniones, fiestas y bailes que los odio a todos. Nunca creí llegar a decir esto. ¡Vamos, si se me hacía corto el tiempo para bailar en mi primera fiesta!
–Es comprensible, querida –dijo Meg para apa­ciguarla.
–Lo único que pido es que el tío Tony comprenda y quiera ayudarme. Sólo quiero retirarme al campo, vivir otra vez tranquilamente... con o sin marido. Si pudiera encontrar esta noche al hombre que me conviene, me casaría con él mañana, cualquier cosa con tal de cortar este ajetreo social, pero sé que no va a suceder, de manera que lo mejor es dejar que mis tíos elijan. Como los conozco, tardarán años en hacerlo. Nunca se ponen de acuerdo en nada y, entretanto, yo me iré a casa en Haverston.
–No veo qué puede hacer vuestro tío Tony que no podáis hacer usted. No le tenéis miedo al marqués. Podéis manejarlo con el meñique cuando os da la gana. ¿Acaso ya no lo habéis hecho con frecuencia? Decidle cuan desdichada sois y él...
–¡No puedo hacer eso! –exclamó Reggie sin aliento–. No puedo hacer que el tío Jason crea que me ha hecho desgraciada. Nunca se lo perdonaría.
–Sois de corazón demasiado tierno para vuestra conveniencia, hija mía –gruñó Meg–. ¿Pensáis por lo tanto seguir siendo desdichada?
–No. Por eso quiero que el tío Tony le escriba al tío Jason. Si yo lo hago, y él insiste en que siga aquí, ¿qué sacaré con esto? Pero si la carta de Tony es despreciada, sabré que el plan no da resultado y tendré tiempo para pensar en otra cosa.
–Bueno, no cabe duda de que esta noche en el baile veréis a lord Anthony.
–No. Él odia los bailes. No querría asistir ni muerto a uno, ni siquiera lo haría por mí. Bueno, caramba, todo tendrá que esperar hasta mañana...
–Meg frunció el ceño y miró hacia otro lado.– ¿Qué significa eso? ¿Acaso sabes algo que yo no sé?
–preguntó Reggie.
Meg se encogió de hombros.
–Es que... probablemente lord Anthony se irá por la mañana a Haverston y no volverá en tres o cuatro días. Pero podéis esperar ese tiempo.
–¿Quién te dijo que se marchará?
–Oí que lord Edward le decía a su esposa que el marqués le había mandado llamar. Creo que van a citarlo de nuevo por algún otro problema en el que se ha metido.
–¡No! –Y añadió preocupada:– ¿No crees que ya se ha ido, verdad?
–De verdad que no. Meg sonrió.– Ese sinver­güenza no debe tener muchas ganas de enfrentarse a su hermano mayor. Estoy segura de que retrasará la partida todo el tiempo que pueda.
–Entonces tengo que verlo esta noche. Esto es perfecto. Él podrá convencer más fácilmente al tío Jason en persona que por carta.
–Pero no podéis ir ahora a casa de lord Anthony –protestó Meg–. Ya es casi hora de partir para él baile.
–Ayúdame pronto a ponerme el vestido. Tony vive a unas pocas calles de aquí. Tomaré el coche y regresaré antes de que mis primas estén listas para partir.
Lo cierto es que las otras ya estaban listas y sólo esperaban a Reggie cuando ésta corrió unos minutos después escaleras abajo. Aquello era incómodo, pero no iban a disuadirla. Hizo a un lado a su prima mayor al entrar a la sala, ofreciendo a las otras una vaga sonrisa a manera de saludo.
–Marshall, realmente detesto tener que pedirte esto, pero necesito el coche unos minutos antes de que todos partamos.
–¿Cómo?
Ella había hablado en murmullo, pero la exclama­ción de él hizo que todos se volvieran a mirarlos.
Ella suspiró.
–En verdad, Marshall, no deberías comportarte como si te hubiera pedido el mundo.
Marshall, consciente de que los observaban, y sorprendido de su momentánea falta de control, recobró toda la dignidad que pudo y dijo en el tono más razonable que logró dominar:
–¡Hace ya diez minutos que te esperamos, y quieres que esperemos aún más!
Tres suspiros ultrajados llegaron a sus oídos, pero Reggie no se dignó mirar a sus primas.
–No lo pediría sino fuera importante, Marshall. No tardaré más de media hora... bueno, seguramente menos de una hora. Tengo que ver al tío Anthony.
–¡No, no y no! –exclamó Diana, que rara vez levantaba la voz–. ¿Cómo puedes ser tan desconsi­derada, Reggie? Tú no eres así. Harás que todas lleguemos tarde. Tenemos que partir enseguida.
–Tonterías –dijo Reggie–. Seguramente no que­rréis ser las primeras, ¿verdad?
–Pero tampoco queremos ser las últimas en llegar –dijo Clare, caprichosa–. El baile se iniciará dentro de media hora, y tardaremos el mismo tiempo en llegar. ¿Es tan importante que veas ahora al tío Anthony?
–Es un asunto personal y no puede esperar. El parte mañana temprano para Haverston. No podré hablar con él a menos que vaya a verle enseguida.
–Espera que regrese –dijo Clare–. ¿Por qué no esperas a que regrese?
–Porque no puedo esperar. –Al ver que sus primas estaban todas contra ella y lady Tal por Cual igualmente agitada, Reggie se decidió.– Bueno, aceptaré un coche alquilado o una litera, Marshall, si enviáis a uno de los lacayos a buscarlo. Iré al baile a unirme con vosotras en cuanto haya terminado.
–Imposible.
Marshall estaba enfadado. Era muy de su prima meterle en alguna tontería de modo que él, que era el mayor, cargara más tarde con la responsabilidad. Pero esta vez no lo haría, por Dios. Él era mayor, sabía lo que hacía y ella no iba a envolverle como solía hacerlo.
Marshall dijo impertérrito.
–¿Un coche alquilado? ¿Por la noche? No es seguro, y lo sabes, Reggie.
–Travis puede acompañarme.
–Pero Travis no desea hacerlo –replicó con rapidez la escolta en cuestión–. Y no me hagas caritas de niña malcriada, Reggie. Yo tampoco quiero llegar tarde al baile.
–Por favor, Travis.
–No.
Reggie miró todas aquellas caras tan poco com­prensivas. Pero no quería ceder.
–Entonces no iré al baile. Además, no tenía ganas de ir.
–Oh, no. –Marshall sacudió gravemente la cabe­za.– Te conozco demasiado, querida prima. Apenas nos hayamos ido te escabullirás e irás a pie hasta la casa del tío Anthony. Y mi padre me matará.
–Soy demasiado inteligente para hacer eso, Mars­hall –replicó ella provocativa–. Enviaré Otro mensaje a Tony y esperaré que él venga aquí.
–¿Y si no viene? –señaló Marshall–. Tiene cosas más importantes que contestar a una llamada tuya en cuanto le hagas una seña. Además, es probable que no esté en su casa. No. Vendrás con nosotros y esto es definitivo.
–No iré.
–Irás.
–Puede ir en mi coche –todos los ojos se volvieron hacia la invitada–. Mi cochero y el lacayo están conmigo desde hace años y puedo confiar en que la llevarán sana y salva donde desee y después al baile.
La sonrisa de Reggie fue deslumbrante.
–Espléndido... Realmente es usted mi salvadora, lady...
–Eddington –replicó la dama–. Nos han pre­sentado esta semana.
–Sí, en el parque, lo recuerdo. Lo cierto es que soy muy olvidadiza con los nombres, he conocido mucha gente este último año. Nunca os lo agradeceré bastante.
–No es nada. Me hace feliz seros útil. Y Selena estaba feliz... cualquier cosa para partir cuanto antes. Ya era bastante malo haber tenido que aceptar a Marshall Malory como acompañante para el gran baile de la temporada. Pero él era el único entre la docena de caballeros a los que había enviado notas esa mañana que no la había rechazado con una u otra excusa. Malory, que era menor que ella, había sido un comodín de último momento. Y aquí estaba ella ahora, en medio de una disputa familiar, todo debido a esta muchachita descarada.
–Bueno, Marshall –dijo Reggie– no puedes oponerte ahora.
–No, supongo que no –dijo él de mala gana– pero recuerda que has dicho que tardarás media hora, prima. Es mejor que llegues a casa de los Shepford antes que mi padre se dé cuenta de que no estás. De lo contrario, lo pasaremos muy mal, y tú lo sabes.

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